LA ROTONDA DEL PIRATA
Grecia, Marzo de 2013
De joven tuve la fantasía que venía a
Grecia con mi amante y concebíamos un hijo en el tranco del paisaje. Treinta
años después, mi amante ya no está y el hijo no fue concebido.
Mi razón de ser en este lugar es fruto de un
deseo, un sueño cumplido. Un puñado de recuerdos me trajeron hasta aquí
intensificados por el aura de la inminente vejez. Puedo entender por qué los
viejos viven de los recuerdos. Estos los mantienen vivos en cuanto marchan por
un sendero sin futuro.
Cuando jóvenes no nos damos cuenta de
ello. Unimos el pasado –nuestro origen- al presente que establece nuestra presencia en la vida.
Después el aquí y ahora será un recuerdo, a veces nítido, otras tibio, con
sabor agridulce.
Recostada sobre la baranda de la
galería, contemplo el mar de un azul vibrante. Me retrotrae a otro mar,
lejano…frio e impetuoso. Siempre agitado por un viento huracanado. El mismo que
dejó su marca registrada en Santa Martina. Lugar que no me trajo paz y nunca fui bien recibida. En esa
época me torné incrédula, con una sombra imperceptible en la mirada denotando
una tumultuosa serenidad.
Rondando
en mi soledad
en
lo oscuro te contemplo
Te
imagino inmerso
en
un paisaje azúl
al
que Dios…Mahoma
o
vaya a saber quien
pinceló
con matices verdes
y
flores rojas
Leo
tu libro una vez más
Releerlo
me lleva
a
aquellos lugares comunes
a
los que acudo cuando
en
la distancia
me salpican los recuerdos
Él me encendía. Me desvestía con la
mirada y yo me enfurecía. Cuando no lo hacía…yo lo provocaba. Era un juego de gatos. Un merodeo sensual vivido de
a ratos. Un leve roce, una mirada nos bastaba para
perdernos en el deleite mutuo. No fue el tiempo que transcurrimos juntos sino
la intensidad del mismo la que nos acercaba. En esa época me sentía feliz. Ignoraba que la
felicidad es apenas un estado de ánimo, un paliativo inventado por la razón
para ayudarnos a apaciguar la angustia.
Yo debía pagar por tanto goce. Por concebir la
vida como un juego donde no hay triunfo sin derrota. Por pretenderme hacedora
de mi destino impulsado desde el amor y el placer de estar viva. Me impuse el
auto-exilio refugiándome en Santa Martina.
Llegué una mañana de sol entre confusa y
fugada. Enfrenté el desamor de mi madre y la mezquindad de mi hermano, quien
años antes me dejara en la calle. Aprendí a convivir con la desdicha. Un rictus
de amargura se instaló en la comisura de mis labios. Nunca más se fue.
Los lugareños que cruzaba al pasar me
clavaban su mirar huraño y malicioso. Me confirmaban en el gesto mi no
pertenencia al lugar. Ellos tampoco eran de allí, solo que no lo sabían y
actuaban como si fuesen dueños de esa tierra ficticia apodada <el paraíso de
la costa>.
Era una utopía esconder mi sentimiento.
Imposible huir de ello sin antes completar el estadio. El escarmiento no ayudó
al olvido. Estaba a la deriva, presa en mis emociones.
Anoche
soñé tu rostro
Moreno…intenso…
difuso
en el tiempo
Deshilé
con mi boca
cada
hebra de misterio
Suave
oscilar
en
la maraña oscura
de
tu pelo
El
túnel de tus ojos
fue
mi cáliz de deseos
Me
arrastraron las ansias
Besos
prohibidos
Lengua
en la lengua
un
mapa furtivo
Anoche,
despierta,
Soñé
contigo
No estoy segura si fue un sueño o una
premonición enraizada en el deseo. El
presagio se confirmó al oír tu voz en el teléfono. Vendrías a buscarme. A
rescatarme del marasmo en el que me encontraba gravitando. Como una vieja dama
anquilosada, la angustia me brotó a
borbotones resbalando por mi rostro en hebras de agua y sal.
Llegaste en medio de la noche. Con la
emoción en resguardo y el silencio por cómplice No hubo palabras. Solo un abrazo estrecho. Respiramos acompasados en
el vaivén infinito de nuestros cuerpos. Impiadosos…voraces. No recuerdo si después
bebimos whisky, ron o el té del fruto de la pasión. Suave…amorosamente nos
adormecíamos ensimismados el uno en el otro. Tus manos ágiles hábilmente me
hurgaban.
Por la mañana, aún en el ensueño,
hicimos el amor, una y otra vez. El ángulo perfecto, el vértice exacto
guiándonos en la vorágine del deseo. Fue
cuando dijiste <quiero que vuelvas.
Que estés conmigo>.
Posteriormente nos vestimos. Salimos a
la calle. Caminamos juntos amalgamados de tierra y salitre. Bordeamos La
Rotonda del Pirata y entramos a tomar un café mientras aguardaríamos el micro
que te llevaría al mundo real. Comencé a contarte la leyenda mito-realidad del
lugar donde estábamos bebiendo el café de a sorbitos, como si al hacerlo
detuviésemos ese momento inimitable de los dos para siempre.
─Llegaron
a Santa Martina cuando esta era apenas un puñado de arena. Venían de todas
partes cargados de esperanza. Dispuestos a olvidar. Y la línea de desarraigo surcándoles la piel.
Los
hermanos Juan Luis y Eduardo Iturralde heredaron de su tío abuelo setecientas
hectáreas de campo ubicadas en el solar
del Partido de la Costa. A cuatrocientos kilómetros de Ciudad Grande.
Bautizaron
al esbozo de villa balnearia Santa Martina. En memoria de la hermana que
falleció a los trece años de difteria. Juan Luis se encantó tanto por el lugar
que resolvió radicarse allí junto con Lucía, su esposa y Fermín, el primogénito
de ambos. Construyó una casa de piedra frente a la playa, cerca del espigón que
era frecuentado, de día y de noche, por los primeros pobladores.
Juan
Luis trazó los planos de la futura comarca. Proyectaba con visión de futuro
porque soñaba con que un día el embrión de aldea fuese famoso, y así fue, solo
que junto con el progreso vendrían el infortunio para unos y la desdicha para
otros.
A
cien metros de la arcada de acceso al pueblo, la avenida principal era
interrumpida por una parcela de tierra de forma circular. Juan Luis pensó en
edificar allí el centro cultural. Los planes se modificaron cuando apareció un
forastero que le ofreció una cuantía de dinero tres veces mayor que el valor
real del terreno. La propuesta fue tan tentadora que no pudo menos que aceptar
y trasladar su proyecto veinte cuadras abajo.
El
comprador del terreno era un marinero griego. Con un halo de misterio, y cierto aire mitológico -debido al origen-
adjudicado por los demás habitantes que ellos mismos enriquecían con fábulas.
Orestes,
ese era su nombre, era un hombre de pocas palabras, mirada enigmática y barriga
abultada oculta debajo de un saco de tweed raído, donde se creía, que escondía las más exóticas piedras preciosas y
hasta algún lingote de oro.
El
marinero planeaba construir en el lugar una hostería y restaurante. Para
vigilar de cerca la obra montó una tienda de campaña, como las de la segunda
guerra y se instaló en ella. Los rumores sobre él iban y venían en Santa
Martina. Como viajaba cada diez días y regresaba con cajas, que apilaba en la tienda
de campaña, se corrió el rumor que era un pirata asaltante de barcos que se apropiaba de todo lo que hubiese a bordo de estos. Para
todos, el enigmático hombre era un verdadero bandido y por qué no decirlo, un
posible asesino de los siete mares.
Cuando
la hostería estuvo lista para la inauguración, Orestes colocó un farol en la
entrada, debajo de este, sostenido por dos cadenas, pendía un cartel fileteado
que anunciaba el nombre del local “El Rincón Marino”. A todo esto el lugar ya
había sido bautizado por los lugareños como “La Rotonda del Pirata”. Así fue
como fue conocido en todas partes y junto con el Bar del Gringo, alcanzaría
fama internacional.
Interrumpí el relato y te miré. No me
escuchabas. Vagabas en una estrella, lejos…lejano…
Entonces entendí. Habíamos tomado distintos rumbos que nos
alejaban en el acercamiento. Era el comienzo del fin. No fue a mí a quien
viniste a buscar sino al amor idealizado, infructuosamente buscado en cada una
de las mujeres que creías amar. Siempre fue así y continuaría siendo.
Una fisura desgarradora me atravesó en
cuerpo y alma. Oculté la descubierta de
esa verdad. Te dejé partir. El último saludo prolongado. Nada sería igual. A partir de ese día el deseo y el desencanto serían enterrados en
el mismo pozo de la desolación.
Apenas
un recuerdo furtivo
Ocasión
recóndita que en el descuido
la
memoria guardó.
De
él no nacieron hijos
ni
creció el amor.
Dos
cuerpos unidos
en
la nada absurda
levitan
en el vacío
lejanía
que el tiempo trae
en
la brisa color ilusión.
Ahora,
como antes
No
habrá después.
Almas
erráticas
Musitarán
el miedo
Mientras
cobijan
el
secreto de una tarde de sol.
Nora Ibarra
Curitiba-Brasil. Julio 2015
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