lunes, 9 de mayo de 2016

El Diario de Magdalena (fragmento)


                                      EL DIARIO DE MAGDALENA

El teléfono sonó a las nueve y media de la noche. Tengo por costumbre desconectarlo a partir de las ocho. Esa vez me olvidé de hacerlo.
Atendí de mala gana. Del otro lado de la línea, una voz masculina pronunció mi nombre. Me pregunto:
─ ¿Usted es oriunda de Santa Martina?
La pregunta me irritó. Respondí con sequedad
─ ¿Quién quiere saberlo?
Con tono intimidado dijo
─ Le hablo de Santa Martina señora…de la escribanía Montes… soy el hijo del escribano Juan Montes…yo también soy escribano
Recordé quien era de inmediato. En aquella época – nuestra pre-adolescencia-  él tendría unos catorce años. Rubio, bajito. Miraba de soslayo al hablar. Medía a su interlocutor, calculaba la respuesta. Sus ojos celestes, dulces, se volvían felinos ante la expectativa. Lo llamaban el “hijo del escribano”. Nadie le prestaba mucha atención. Quedaba desdibujado frente al magnetismo seductor del padre, que era donde sí, estaban puestos los ojos de todos.
Fui cortante al responderle
─ Sé quién es usted. ¿Qué se le ofrece?... ¿Por qué me llama a esta hora de la noche?...
Hizo una pausa prolongada.  Le escuchaba el ir y venir de la respiración.  Adiviné  el ritmo en la respuesta
─ Es sobre Magdalena Pigossi señora…falleció…hace quince días
No pude hablar. Quedé fulminada, sin fuerzas. Hacía más de treinta años que no tenía noticias de Magda ni de Mercedes, ni de Helena. La memoria me devolvía en un ralentí el pasado guardado que nunca pretendía recordar.

Cuando Magdalena llegó a Santa Martina tenía once años. Su papá compró en remate el caserón que fuera de Aurelia Márquez. Se mudó con su madre y su hermano tras la separación de sus padres.
La casa estaba separada de la mía por una pared medianera. Desde el banco de casa veía el fondo de la de ella. Tenía un arbusto de mimosa. Así le decían al  ligustro gigante que crecía cerca del mar, resistente al clima. Magdalena se escondía debajo de él para fumar. Yo la espiaba agazapada en la sombra, situación que me transformaba en cómplice de su transgresión. Una vez me vio. Al rato apareció en la puerta de casa. Usaba un jardinero color azul  desteñido o gastado por el uso. El cabello oscuro enmarañado en una trenza le serpenteaba sobre el hombro derecho.
 Yo me iba acercando hacia ella lentamente, tratando de prolongar el encuentro. Intuía, temía por lo que me diría. En tanto ensayaba un pretexto que dejase mi curiosidad libre de culpa y pena, liberada de enemigos y posibles sanciones. Ella debería entender que no lo hice por mal. No todos los días encontramos vecinos  establecidos, fuera de temporada veraniega, de casi mi edad…fumando ocultos debajo de un arbusto. La manera en que me habló me dejó más que sorprendida. Frunció los labios como si fuera a dar un beso. Con gesto burlón, o al menos eso me pareció, dijo
─ Hola, me llamo Magdalena. Todos me dicen Magda o Maida. No me incomoda cualquiera de los dos apodos. Llámame como más te guste.
Hablaba sin interrupciones. Sin comas, parecía que se quedaba sin aire. Hacía una pausa cortita y seguía hablando. Yo la observaba con las manos en los bolsillos para disimular el temblor de estas. Esperaba que dijese algo sobre mi capacidad de espionaje. Para mí extrañeza no mencionó nada. Más, me invitó para volver al día siguiente. Regrese al otro día, correspondiendo a su invitación… y al siguiente de ese… y al otro… y al otro. Así fue como me inicié en lo que para mí era en ese entonces, el arte de fumar.

II
Bajé en la terminal de ómnibus a las diez de la mañana. Santa Martina ahora tenía terminal, parada de taxis y hasta un barcito donde tomar café, fuera para despabilarse de la modorra del viaje o para valsear la espera del micro. El bar estaba lleno de parroquianos, hermanados en el vaho de la ginebra.
Me dirigí, a paso lento, imaginando baldosas en el fango, hacia la escribanía Montes. Observaba las fachadas de los negocios nuevos (al menos para mí lo eran). Al menos a simple vista todo parecía renovado distinto a como lo vi la última vez. Cuando me fui, como si huyera de un mal sueño. Eso es lo que este pueblito significaba para mí y mis amigas de la adolescencia, ahora lejanas.  Desdibujadas en mi memoria. Sonreí con sarcasmo al pensar: el orden del tiempo no le alteró el producto a esta aldea con aire de prima dona.  Entretanto, miraba al  alrededor, por si al cruzarme con alguien, este pudiese adivinar la mordacidad de mi pensamiento.
El  descendiente del  escribano Montes me estaba esperando. Se había convertido en un hombre de mediana edad, calvo, un poco excedido de peso para su estatura. Los ojos celestes cristalinos, no habían perdido ese contemplar inquietante. El escribano Montes aseguró muy bien su estirpe en su vástago. Abnegado y fiel para con él y solapadamente artero para con los demás. Con los años, el hijo del escribano era un arma de doble filo,  impredecible en las intenciones y el pensamiento.
Me escudriñó. En cuanto lo hacía, se embarullaba con las palabras. No sabía que decirme. Me dio el pésame. Preguntó
─ ¿usted conocía a Magdalena Pigossi?
─ Sí ─ Me encogí de hombros ─ ¿Quién conocía verdaderamente a Magda? Esquiva y contradictoria. Nunca se mostraba del todo. Se fue del pueblo a los dieciocho años y reapareció siete años más tarde.  Deambulaba  misteriosa por la calle, con cierto atisbo de hastío. Una vez la encontré en la puerta del supermercado. Fumaba. Escupía las bocanadas de humo sin tragarlo. La humareda la volvía una figura fantasmagórica.  Me tomó por el brazo. Me llevó aparte, para que nadie pudiera escuchar. Susurró
─  Sal de este pueblo. Está gente está corroída…enfermo. Vete lejos mientras puedas


viernes, 6 de mayo de 2016

Cherie




                           A la memoria de mi mamá Nelly Arroyo

Vino al mundo una madrugada de Carnaval. Su primer llanto se confundió con la algarabia patética de las comparsas que desfilaban en el corso instalado a pocas cuadras de la casa donde acababa de nacer.
Lilly, su mamá influenciada por su hermano, quien estaba enamorado de una bailarina francesa, la llamó Cherie.
Somos el deseo de nuestros padres y cargamos con sus frustraciones sin saberlo. Lilly deseó para su hija que nunca creciese, para poder protegerla de los peligros y sinsabores de la vida. De esta manera Lilly cambió las muñecas de porcelana por su nena de carne y hueso. La juventud, la falta de instrucción y el egocentrismo hicieron que esta jovencita de diecisiete años creyera que estaba en lo correcto.
Desde temprano Cherie tuvo problemas para aprender. No por falta de inteligencia si no tal vez porque su intución le decía que esa era la mejor manera de congeniar y agradar a su madre.
Pasaron los años, el cuerpo de Cherie reveló curvas insinuantes colmadas de sensualidad.  Dueña de un atractivo que pocas mujeres poseían,  su alma conservaba la ingenuidad y la picardía de una niña.
Lilly le advirtió que tuviera cuidado en no convertirse  en "la madre de los hombres".
Ella no la escuchó. Convencida que su misión en el mundo era dar amor sin esperar recibir, se entregó  por entero  sin importarle las consecuencias.
Después de trece años, dos hijos e incontables abortos, se separó del marido y volvió a casa de su madre. Fue la hija  que desantendió las enseñanzas.
 Cherie padecía de miedo . Un miedo grande como un gigante color violeta que la asediaba desde pequeña  en las pesadillas.
Le asustaba la soledad. Buscaba afanosamente  completarse a través del otro o de otros. No conseguía pensar que esta es una amiga silenciosa que nos acompaña en el recorrido de la vida.
 Quedaba en pánico cuando pensaba  que el perfeccionismo materno podía alcanzarla y que un dia se descubriese fria y sin placer igual que Lilly. Para ella esto significaba estar muerta en vida.
Cuando comenzó a trabajar en el hospital conoció a Honoria, una mujer hábil y nada ingenuaque la llevó a festejar el primer sueldo que recibió a un casino clandestino.
La suerte de principiante la favoreció tres veces triplicando el dinero apostado. El infortunio le arrebató el salario del mes. Al volver a casa le mintió a Lilly. Le contó que en el colectivo le habían robado lo que acababa de cobrar.

                                          (continúa)