viernes, 24 de julio de 2015

La Rotonda del Pirata

               LA ROTONDA DEL PIRATA  

                                                                                             Grecia, Marzo de 2013

De joven tuve la fantasía que venía a Grecia con mi amante y concebíamos un hijo en el tranco del paisaje. Treinta años después, mi amante ya no está y el hijo no fue concebido.
 Mi razón de ser en este lugar es fruto de un deseo, un sueño cumplido. Un puñado de recuerdos me trajeron hasta aquí intensificados por el aura de la inminente vejez. Puedo entender por qué los viejos viven de los recuerdos. Estos los mantienen vivos en cuanto marchan por un sendero sin futuro.
Cuando jóvenes no nos damos cuenta de ello. Unimos el pasado –nuestro origen- al presente que  establece nuestra presencia en la vida. Después el aquí y ahora será un recuerdo, a veces nítido, otras tibio, con sabor agridulce.
Recostada sobre la baranda de la galería, contemplo el mar de un azul vibrante. Me retrotrae a otro mar, lejano…frio e impetuoso. Siempre agitado por un viento huracanado. El mismo que dejó su marca registrada en Santa Martina. Lugar que no me trajo paz y   nunca fui bien recibida.  En  esa época me torné incrédula, con una sombra imperceptible en la mirada denotando una tumultuosa serenidad.
Rondando en mi soledad
en lo oscuro te contemplo
Te imagino inmerso
en un paisaje azúl
al que Dios…Mahoma
o vaya a saber quien
pinceló con matices verdes
y flores rojas
Leo tu libro una vez más
Releerlo me lleva
a aquellos lugares comunes
a los que acudo cuando
en la distancia
 me salpican los recuerdos

Él me encendía. Me desvestía con la mirada y yo me enfurecía. Cuando no lo hacía…yo lo provocaba. Era  un juego de gatos. Un merodeo sensual vivido de a ratos.   Un leve roce, una mirada nos bastaba para perdernos en el deleite mutuo. No fue el tiempo que transcurrimos juntos sino la intensidad del mismo la que nos acercaba.  En esa época me sentía feliz. Ignoraba que la felicidad es apenas un estado de ánimo, un paliativo inventado por la razón para ayudarnos a apaciguar la angustia.
 Yo debía pagar por tanto goce. Por concebir la vida como un juego donde no hay triunfo sin derrota. Por pretenderme hacedora de mi destino impulsado desde el amor y el placer de estar viva. Me impuse el auto-exilio refugiándome en Santa Martina.
 Llegué una mañana de sol entre confusa y fugada. Enfrenté el desamor de mi madre y la mezquindad de mi hermano, quien años antes me dejara en la calle.  Aprendí a convivir con la desdicha. Un rictus de amargura se instaló en la comisura de mis labios. Nunca más se fue.
Los lugareños que cruzaba al pasar me clavaban su mirar huraño y malicioso. Me confirmaban en el gesto mi no pertenencia al lugar. Ellos tampoco eran de allí, solo que no lo sabían y actuaban como si fuesen dueños de esa tierra ficticia apodada <el paraíso de la costa>.
Era una utopía esconder mi sentimiento. Imposible huir de ello sin antes completar el estadio. El escarmiento no ayudó al olvido. Estaba a la deriva, presa en mis emociones.
Anoche soñé tu rostro
Moreno…intenso…
difuso en el tiempo
Deshilé con mi boca
cada hebra de misterio
Suave oscilar
en la maraña oscura
de tu pelo
El túnel de tus ojos
fue mi cáliz de deseos
Me arrastraron las ansias
Besos prohibidos
Lengua en la lengua
un mapa furtivo
Anoche, despierta,
Soñé contigo
No estoy segura si fue un sueño o una premonición enraizada en el deseo.  El presagio se confirmó al oír tu voz en el teléfono. Vendrías a buscarme. A rescatarme del marasmo en el que me encontraba gravitando. Como una vieja dama anquilosada, la angustia  me brotó a borbotones resbalando por mi rostro en hebras de agua y sal.
Llegaste en medio de la noche. Con la emoción en resguardo y el silencio por cómplice No hubo palabras. Solo  un abrazo estrecho. Respiramos acompasados en el vaivén infinito de nuestros cuerpos.  Impiadosos…voraces. No recuerdo si después bebimos whisky, ron o el té del fruto de la pasión. Suave…amorosamente nos adormecíamos ensimismados el uno en el otro. Tus manos ágiles hábilmente me hurgaban.
Por la mañana, aún en el ensueño, hicimos el amor, una y otra vez. El ángulo perfecto, el vértice exacto guiándonos en la vorágine del deseo.  Fue cuando dijiste <quiero que vuelvas. Que estés conmigo>.
Posteriormente nos vestimos. Salimos a la calle. Caminamos juntos amalgamados de tierra y salitre. Bordeamos La Rotonda del Pirata y entramos a tomar un café mientras aguardaríamos el micro que te llevaría al mundo real. Comencé a contarte la leyenda mito-realidad del lugar donde estábamos bebiendo el café de a sorbitos, como si al hacerlo detuviésemos ese momento inimitable de los dos para siempre.
─Llegaron a Santa Martina cuando esta era apenas un puñado de arena. Venían de todas partes cargados de esperanza. Dispuestos a olvidar. Y la  línea de desarraigo surcándoles la piel.
Los hermanos Juan Luis y Eduardo Iturralde heredaron de su tío abuelo setecientas hectáreas  de campo ubicadas en el solar del Partido de la Costa. A cuatrocientos kilómetros de Ciudad Grande.
Bautizaron al esbozo de villa balnearia Santa Martina. En memoria de la hermana que falleció a los trece años de difteria. Juan Luis se encantó tanto por el lugar que resolvió radicarse allí junto con Lucía, su esposa y Fermín, el primogénito de ambos. Construyó una casa de piedra frente a la playa, cerca del espigón que era frecuentado, de día y de noche, por los primeros pobladores.
Juan Luis trazó los planos de la futura comarca. Proyectaba con visión de futuro porque soñaba con que un día el embrión de aldea fuese famoso, y así fue, solo que junto con el progreso vendrían el infortunio para unos y la desdicha para otros.
A cien metros de la arcada de acceso al pueblo, la avenida principal era interrumpida por una parcela de tierra de forma circular. Juan Luis pensó en edificar allí el centro cultural. Los planes se modificaron cuando apareció un forastero que le ofreció una cuantía de dinero tres veces mayor que el valor real del terreno. La propuesta fue tan tentadora que no pudo menos que aceptar y trasladar su proyecto veinte cuadras abajo.
El comprador del terreno era un marinero griego. Con un halo de misterio, y  cierto aire mitológico -debido al origen- adjudicado por los demás habitantes que ellos mismos  enriquecían con fábulas. 
Orestes, ese era su nombre, era un hombre de pocas palabras, mirada enigmática y barriga abultada oculta debajo de un saco de tweed raído, donde se creía, que  escondía las más exóticas piedras preciosas y hasta algún lingote de oro.
El marinero planeaba construir en el lugar una hostería y restaurante. Para vigilar de cerca la obra montó una tienda de campaña, como las de la segunda guerra y se instaló en ella. Los rumores sobre él iban y venían en Santa Martina. Como viajaba cada diez días y regresaba con cajas, que apilaba en la tienda de campaña, se corrió el rumor que era un pirata asaltante de barcos  que se apropiaba  de todo lo que hubiese a bordo de estos. Para todos, el enigmático hombre era un verdadero bandido y por qué no decirlo, un posible asesino de los siete mares.
Cuando la hostería estuvo lista para la inauguración, Orestes colocó un farol en la entrada, debajo de este, sostenido por dos cadenas, pendía un cartel fileteado que anunciaba el nombre del local “El Rincón Marino”. A todo esto el lugar ya había sido bautizado por los lugareños como “La Rotonda del Pirata”. Así fue como fue conocido en todas partes y junto con el Bar del Gringo, alcanzaría fama internacional.
Interrumpí el relato y te miré. No me escuchabas. Vagabas en una estrella, lejos…lejano…
Entonces entendí.  Habíamos tomado distintos rumbos que nos alejaban en el acercamiento. Era el comienzo del fin. No fue a mí a quien viniste a buscar sino al amor idealizado, infructuosamente buscado en cada una de las mujeres que creías amar. Siempre fue así y continuaría siendo.
Una fisura desgarradora me atravesó en cuerpo y alma. Oculté  la descubierta de esa verdad.  Te dejé partir. El  último saludo prolongado.  Nada sería igual. A partir de ese día  el deseo y el desencanto serían enterrados en el mismo pozo de la desolación.
Apenas un recuerdo furtivo
Ocasión recóndita que en el descuido
la memoria guardó.
De él no nacieron hijos
ni creció el amor.
Dos cuerpos unidos
en la nada absurda
levitan en el vacío
lejanía que el tiempo trae
en la brisa color ilusión.
Ahora, como antes
No habrá después.
Almas erráticas
Musitarán el miedo
Mientras cobijan
el secreto de una tarde de sol.

        
                                                   Nora Ibarra
                                             Curitiba-Brasil. Julio 2015 

jueves, 16 de julio de 2015

Único como París

Relato publicado en la Revista Digital Acantilados de Papel Nº 3 - 2013



                               
Imposible  hablar de ti sin que los recuerdos me lastimen. Duele evocar cuando juntos, las palabras se diluían en  caricias deslizadas entre los dedos ávidos. Después, nos fundíamos en el abrazo confuso.
 Triste hablar de tu sobresalto y  mí  asombro. Temerosos  que la realidad nos arrebatase el anhelo obligándonos a volver cada uno a lo suyo.
 En el desasosiego me escurría por  el borde la sábana, como quien está agazapado frente a un abismo.
Yo  iba a bajar… estaba dispuesto a descender hasta lo más profundo  sin importarme nada.
Recorro con la mirada el cuarto que tantas veces nos albergó. El mismo que aún guarda nuestra esencia. Está cambiado, yo también. Tal vez  preguntes que pasó…dudo que lo preguntes… después de todos estos años.
Tu ternura me distanció y mi pasión no nos unió.  No fue el tiempo en el que transcurrimos, sino la intensidad de lo que vivimos que me trajo hasta aquí.
 Ni tu mezquindad ni mis celos prevalecieron en esta historia anónima que mantuvimos sin secretos y en la que nos herimos tanto. Nos conocimos a destiempo y solo nos causamos contratiempos.
 Muchas veces te odié. Por momentos quise destruirte al verte entera y distante. Tan dueña de tu vida sin pensar en la mía. Hundiéndome en el desamparo. Pero es inútil…ya no estás aquí…apenas el fantasma de lo que fuiste se aproxima a mí sonriente.
Recorre por última vez la habitación con la mirada. Cierra la puerta, dobla el papel con la carta y la guarda en el bolsillo del gabán.
 Al salir a la calle el viento frio lo sacude.  Se siente absurdo. Venir a París para reprochar una relación que apenas existió en su mente.
 Nadie tuvo la culpa, menos aún esa chiquilina que vivía embrollada en su mundo donde lo transformó en un experimento sin más ni más.
Se pregunta qué es lo que mantiene vivo el recuerdo de alguien que fue para con él infantil y egoísta.
La respuesta está en el exacto vértice donde los sentimientos ambiguos emergen y se unen para asentir  que uno también ama aquello que tanto odia.  Basta dar rienda suelta a un amor único como París.


miércoles, 15 de julio de 2015

El Robot de la Iglesia

Cuento publicado en la Antología 2099-b -  Ediciones Irreverentes - España -2013


                                     


La iglesia de Todos Los Santos del siglo XXI no tenía pastor. Amalita fiel secretaria y devota comentó con las otras devotas que en el centro de la ciudad vendían robots programados para ser pastor de iglesia.
Las feligresas partieron raudas para la tienda. Allí el vendedor les explicó que había stocks de robots pero el programa debía ser encomendado a Ciudad Grande y que demoraría alrededor de veinte días en llegar, no obstante la demora las mujeres encargaron el programa  para el robot pastor.
En la reunión semanal del grupo de oración comentaron lo que habían hecho. Los demás integrantes se alegraron y propusieron hacer una campaña de difusión, encargaron  pancartas, pasacalles y  hasta un megáfono. Todos los anuncios decían: “En breve nuestro Pastor Robot – No se lo pierdan – Mayor Información con Amalita”.
Quien hacía el servicio de la iglesia provisoriamente era Elías, un pastor que había estudiado para ello pero que su verdadera vocación era la música, podemos decir que “como pastor tocaba el bajo demasiado bien”. Tenía contratos de actuación musical hasta el 2099.
Si bien Elías era un buen orador, estaba ocupado en hacer su propio marketing. Su manera de ejercer como Pastor abarcaba las siguientes acciones: Cuando debía pedir el diezmo lo hacía de manera dura y exigente. Si había algún feligrés que tuviera algún problema, lo detectaba rápidamente y ordenaba que éste fuese expulsado de la iglesia porque consideraba que no era digno de estar allí, sólo entraba aquel que derrochaba alegría y bien estar.
Los sermones aterrorizaban a los fieles, con lo cual estos quedaban más que satisfechos, cuanto más temor imponía, más ellos lo apreciaban y respetaban. Con la interpretación de la Biblia era categórico, lo que no estaba escrito en ella lo improvisaba. Convertía la Historia Sagrada en su propia historia. No se atrevían a contradecirlo, pues no iban al templo para eso. Todos sin más debían servir a la iglesia.
Demás está decir que el servicio dominical terminaba con el Pastor Elías dando un show musical y pasando la gorra como en un espectáculo callejero, el publico lo aplaudía y a veces hasta pedía BIS.
Ninguno analizaba los hechos como buenos o malos, simplemente seguían la palabra de Elías ciegamente aseverando que no estaban ahí para juzgar a nadie y menos a este buen hombre que se preocupaba por ellos.
Por fin llegó el día, el robot estaba listo y programado para ser el Pastor. Lo anunciaron con bombos y platillos. Tuvieron que vender entradas para el servicio del domingo y hasta agregaron un servicio más porque los lugares estaban agotados. Llamaban de otros pueblos reservando lugares para venir a escuchar la palabra del Robot Pastor.
Esa mañana una comitiva de devotas liderada por Amalita, llegaron bien temprano al templo para ultimar los arreglos de éste.
El Pastor Robot también estaba siendo preparado para la ceremonia en la que quedaría instaurado como el suceso del año, no solamente en el pueblo sino también en las ciudades aledañas. La prensa local y de las otras metrópolis estaban ubicadas dentro de la iglesia en un lugar preferencial junto con los fotógrafos independientes.
En un momento dado hizo su aparición Elías que haría de presentador del nuevo Pastor. Antes convocó a una votación porque el robot no tenía nombre. Resolvieron unánimemente llamarlo Eli.
Eli apareció en el centro de la nave con una música de fondo ejecutada en el bajo por  Elías. Después hubo un gran silencio en la sala. El Robot Pastor girando su cabezota metálica, dijo – Estoy muy contento de estar aquí con ustedes, espero que les guste mi servicio y que podamos ser amigos- Los fieles sonrieron y agradecieron con un amén.
El nuevo Pastor descendió la escalinata y habló – No daré mi primer sermón desde el púlpito, prefiero hacerlo aquí, cerca de ustedes, quiero sentir el calor humano y compartir la palabra de Dios desde lo más cercano de vuestra persona y de vuestro corazón –
Para esto los feligreses comenzaron a sentirse confundidos. ¿Quién era realmente ésta máquina de la cibernética? ¿Cómo es que hablaba de esa manera?, ¿Quien le escribió el discurso?
En un momento dado Eli se acercó a un feligrés y le preguntó – ¿Cómo te llamas hijo y por qué estás triste? – hubo un oh prolongado en la sala y un crujir de madera que venía de las sillas. El feligrés respondió – Me llamo Samuel señor, y estoy triste porque desde hace seis meses no tengo trabajo y no puedo alimentar ni sustentar mi familia- el pastor robot lo observó con su mirada fija y vidriosa y dijo – No te preocupes,  yo haré que el diezmo de hoy te sea dado para ayudarte, reza mucho que todo se va a solucionar, ahora dame un abrazo porque necesito sentir tú calor-. Demás está decir el aumento de murmullo que se escuchó en el recinto. Eli continuó – Les pido hagan silencio y ayuden al hermano aquí presente para que se sienta reconfortado y vuelva a recuperar su dignidad.
Elías que observaba la escena replicó – En estos casos nosotros acostumbramos a expulsar este tipo de personas problemáticas…Pastor si me permite yo puedo acompañar al hermano Samuel hasta la puerta y pedirle que no aparezca más.
Nada de eso! Exclamó el robot – Esa no es lo que Jesús predicó, según la Biblia él murió en la cruz para que nosotros aprendiéramos la lección, para que practicásemos la tolerancia y la misericordia, que protegiésemos al más débil, que le demos consuelo a los enfermos, alegría a los niños, y que seamos piadosos con los desamparados; si no fuese así el ser humano fracasará como tal en su afán de construir y destruir. Si ustedes no se ayudan entre ustedes van camino a la destrucción de vuestra propia raza, de nada servirá ni la inteligencia ni el valor; mediten sobre esto-.
Cuando finalizó de hablar el público presente estaba absorto, con los ojos fijos y agrandados observando la máquina parlante que subía las escalinatas y daba por terminado el servicio.
Amalita subió inmediatamente al púlpito y dijo – Tranquilos, por favor no se inquieten. Mañana mismo llamaré a la tienda y explicaré que el programa del robot está con defectos, o cambian el programa o devuelven el dinero. Pastor Elías, ¿Puede retomar el servicio hasta que solucionemos el inconveniente?-...  

                                                      

Nombre: Nora Ibarra

viernes, 3 de julio de 2015

Secreto Compartido*


*Cuento publicado en la Antología de Cuentos Navideños I Certamen Ángeles Palazón Gonzalez 2014

El malestar en la boca del estómago apareció ni bien el ómnibus tomó el camino de la costa. Me engaño pensando que me hizo mal el alfajor de chocolate que comí en la terminal. La proximidad de la llegada al pueblo me trae un sabor amargo. Mastico el antiácido mentolado mientras miro el mar por la ventanilla,  parece una gran alfombra azul con respingos plateados, producto del reflejo del sol.
El micro avanza por la carretera con un traqueteo cotidiano conocido. Pasa la confitería bailable donde está el avión pepper en la entrada. Al tomar la curva  se ve la arcada con las letras grandes anunciando la bienvenida a los viajeros. Minutos después entramos en el pueblo.  Todos los pueblos tienen su encanto, para mí este lugar no es encantador, me resulta sin poesía y hasta poco armonioso.  Las casas combinan con el paisaje agreste creando una arquitectura improvisada sin árboles ni jardines. Algunos transeúntes y sus perros caminan por las calles camuflados de turistas.
 Los habitantes de  Santa Martina son como personajes de la mitología griega. Náufragos rendidos al encanto del lugar. Seres a quienes  los dioses dieron el don de no tener pasado, apenas un futuro promisorio que nunca llega. Un sueño que se diluye cada invierno en una copa de ginebra.
Mi familia vive aquí.  Desde hace más de veinte años forma parte de la comunidad de náufragos. Yo elegí el anonimato de la gran ciudad, la identidad resguardada en el gesto displicente,  la falta de  temor al qué dirán.  Todos los años, en el mes de diciembre llego con la excusa de descansar, olvidarme del ruido hasta extrañarlo y desear volver.
Sé lo que vendrá,  levantarme con el sol, tomar mate bajo la higuera, comer asado, beber vino. Caminar descalza por la gramilla. Excluyo del itinerario ir a la playa. Lejos  quedó la costumbre de dormir bajo el sol, abrazada a la arena,  o nadar en el mar excesivamente frio. Mi interés está en aislarme de todo y de todos. No tener que saludar ni desear felices fiestas.
Desciendo del autobús y  el viento, marca registrada del lugar, arremolina mi cabello. Observo que algunos curiosos me miran mientras subo al taxi que me conducirá a  la casa. El coche arranca y  sale de la avenida principal. El paisaje se modifica tornándose  verde.  La brisa trae el perfume del bosque de eucaliptos. Los  sonidos son  diferentes a los que mis oídos citadinos acostumbran escuchar.
Al llegar el chofer me ayuda con el equipaje al mismo tiempo que me recomienda saludos  para mi mamá. Camino hacia el fondo de la casa  y entro por la puerta trasera. Hay un silencio peculiar, todo está en penumbras. Alcanzo a distinguir  la silueta de mi abuela en la sala, sentada en el sillón de mimbre.  Me cuesta reconocerla. Me pregunto si esta anciana es aquella mujer locuaz, famosa entre sus familiares y amigos por sus extravagancias que desplegaba magia en la cocina. Todos acudíamos a ella en busca de soluciones o canciones, o simplemente para deleitarnos viéndola armar sombreros. Yo la espiaba todo el tiempo y la atosigaba con mis preguntas sobre amor y sexo: ¿Cuándo se había enamorado por primera vez? ¿Quién fue el primer hombre en su vida? ¿Cuántas veces había besado a alguien antes de casarse? Ella se sonrojaba y escabullía la respuesta con un “ve a la cocina y pon la pava con agua a calentar que yo voy en seguida a preparar el mate”. Esta contestación me llevó a pensar que los abuelos eran seres asexuados que engendraban bebés... ¡vaya a saber cómo!
Un día, no recuerdo como ni cuando, entabló amistad con el silencio. La invadió la tristeza. Se enfermó de ausencias, de falta de bullicio infantil y vecinos emigrados. Parecía que ya nada ni nadie la divertía. Su pasatiempo favorito pasó a ser mirar los girasoles del campo contiguo a través del ventanal.
 Me acerco a ella lentamente, casi no nota mi presencia. Quedamente le pregunto:
─ Hola  ¿Dónde están los demás?
Sin dejar de mirar el paisaje dice
─ Algunos trabajando…otros haciendo compras…
Vuelve al silencio. Tengo la impresión que dialoga con los girasoles. Por momentos conversa con ellos, por momentos pasa lista a los recuerdos. Con el ánimo de entablar conversación  le digo:
─ Los girasoles tienen la apariencia de criaturas despreocupadas que bailan al compás del viento
─ Deberías escribir un cuento− responde
─ ¿Sobre los girasoles?
Se encoge de hombros
─ Sobre los girasoles…sí…puede ser…sobre lo que quieras, imaginación no te falta
Nuevamente vuelve la vista hacia el ventanal.
 Aprovecho para ir a la cocina a preparar el mate.  Cuando vuelvo  a la sala con la bandeja,  le pido que me los cebe mientras comienzo a encender la salamandra para eliminar el tufo a humedad que el invierno dejó en las paredes de la casa. Coloco un leño pequeño de quebracho, palillos, piñas y ramitas secas de pino. La estufa comienza a rugir. Levanto la tapa que está en la parte superior. Las llamas chisporrotean alocadas. Embelesada ante el espectáculo, extiendo los brazos e digo con ironía:
─ Que el espíritu navideño se apodere de nosotros
Ella está detrás de mí mirando el fuego.
─ La navidad es una fecha triste. Solo los chicos disfrutan de ella…
─ ¿Por qué los chicos nada más. Acaso  los adultos no?
Me mira como si mi pregunta estuviera fuera de lugar
─Bueno…sí pero es diferente…
─ Diferente ¿Cómo?
─O estás muy cansada del viaje, o estás empecinada en hacerme hablar─ dice  irritada
Sonrío y  respondo
─No vamos a discutir. Solo quiero saber qué es lo que quieres decir. ¿Acaso  solo tuviste ilusiones cuando eras chica? ¿De grande no? Como era entonces que organizabas esas fiestas con la mesa grande, el mantel blanco y el gallo asado. Todavía recuerdo cuando le cortaste la cabeza y el pobrecito salió corriendo descabezado por el patio
Las dos reímos y ella agrega
─En la infancia es distinto,  un chico está lleno de esperanza. Eso lo ayuda a amortiguar la nostalgia, la tristeza.... Puede dar vuelta con la imaginación todo lo que se le antoje, no piensa en el futuro.  Yo también fui pequeña y tuve ilusiones a pesar de mi niñez austera.
Llena de curiosidad le digo
─Hay algo que nunca me has dicho...me refiero a tu infancia...
Se muerde el labio inferior. Carraspea y dice
─  Hay un recuerdo que siempre me acompañó, aún de grande, y nunca conté a nadie. Cuando tenía cinco años, mi mamá, mi hermano José y yo fuimos a Galicia a visitar a la abuela Andrea, mi abuela materna, que había enviudado. Papá se quedó en la Argentina porque tenía que trabajar, se reuniría con nosotros después.
Pasaron dos años desde nuestra llegada. La navidad estaba próxima. El gran regalo para mí sería ver a mi papá de nuevo. Quince días antes de su llegada recibimos una carta de él diciendo que no vendría. Sentí que el corazón se me arrugó como una pasa de uva. Hacía meses que tenía el regalo guardado pero con la distancia…no sabía cómo iba a dárselo…
─ ¿Cuál era el regalo?
─ Una foto mía que me habían sacado en la plaza en mi último cumpleaños. Guardé cuanta moneda me daban  para comprar un portarretrato… Pensé en enviarla por correo. Cuando se lo dije a mi mamá, me respondió  que el envío era muy costoso y no teníamos dinero para ello. Durante días me devané los sesos pensando que podía hacer hasta que se me ocurrió una idea: a la vuelta de casa estaba la barbería de Benito, que compraba cabello de mujer.
Mi cabello era rubio y largo más abajo de la cintura. Lo vendería y con el dinero pagaría el envío. Sabía que iba a llevar una penitencia pero estaba decidida.  Además mi cabellera crecería nuevamente  y por la penitencia…paciencia.
Todas las mañanas, al volver de comprar el pan, pasaba por la puerta del negocio. Benito era  un hombre bonachón y simpático. Esto me dio coraje para entrar al salón. Cuando me vio dijo:
─Hola Lía, ¿qué te trae por aquí?
─Benito, quiero vender mi cabello
─ ¿Quieres que te compre el cabello. ¿Tú madre sabe de esto? ¿Ella te autorizó? ¿Para qué quieres venderlo?
─ Mi madre no sabe nada. Ella no me autorizaría a hacerlo. Quiero mandar a mi padre el regalo de navidad.
─ ¿Puedo saber cuál es el regalo?
─ Un portarretrato con una foto mía, para que no me olvide. Madre dice que el envío es muy caro y ella no puede pagarlo.
─Tu mamá se enojará mucho conmigo y no me dirigirá la palabra nunca más y a  ti te dará una penitencia de padre y señor. Pero…podemos hacer lo siguiente: te prestaré el dinero y  me lo tendrás que devolver con una tarta de Santiago.
─ ¿Una tarta de Santiago? Nunca hice una
─ Por eso no te preocupes, Carmen, mi esposa, te enseñará.  Por los ingredientes que se necesitan también  no te aflijas, en casa hay. Ven mañana a la tarde con el retrato que lo llevaremos al correo.
─Así fue como le mandé la foto a mi papá. Carmen me enseñó a preparar la tarta de Santiago. Me salió tan buena que preparé una para la abuela Andrea y otra a Doña Jacinta, la profesora de piano. El tiempo que viví en Galicia me torné una experta en esas tartas tradicionales. Todos los años me las encargaban  Cierro los ojos y aún  puedo sentir el olor de las almendras y la canela.
Cuando cumplí dieciséis años volvimos para Argentina. Papá venía a visitarnos todos los domingos. Después que me casé me visitaba tres veces por semana e infaltablemente todas las navidades.
El  secreto de mi abuela no fue la intención de vender su cabello, sino la aflicción que le provocó esconder la nostalgia  y el amor que sentía por su papá ausente. Cargó consigo el peso de la separación de sus progenitores que se valieron de  la distancia como excusa y sin proponérselo,  convirtieron a su hija en cómplice de la situación.
Mientras narraba la historia, vi como  las mejillas se le  sonrosaron y la voz se le tornó aflautada.  Volvió a ser una nena e imaginé a la jovencita y a la mujer enamorada.
Esa navidad fue diferente para las dos. Una sonrisa compinche esbozaba un “yo sé que tú sabes”. Nos unimos en un abrazo infinito más allá de los lazos de sangre. Fui para ella un bálsamo como ella lo fue en mi infancia. Brazos tiernos que me cobijaron en las pesadillas.
Regresé  al año siguiente para la misma fecha. Mi abuela ya no estaba entre nosotros. En la víspera de noche buena, soñé con ella. La vi sentada a los pies de mi cama mirándome complaciente. Desperté sobresaltada. Me encontraba  sola en la penumbra del cuarto y un intenso aroma a almendras y canela flotaba en el ambiente.