viernes, 24 de julio de 2015

La Rotonda del Pirata

               LA ROTONDA DEL PIRATA  

                                                                                             Grecia, Marzo de 2013

De joven tuve la fantasía que venía a Grecia con mi amante y concebíamos un hijo en el tranco del paisaje. Treinta años después, mi amante ya no está y el hijo no fue concebido.
 Mi razón de ser en este lugar es fruto de un deseo, un sueño cumplido. Un puñado de recuerdos me trajeron hasta aquí intensificados por el aura de la inminente vejez. Puedo entender por qué los viejos viven de los recuerdos. Estos los mantienen vivos en cuanto marchan por un sendero sin futuro.
Cuando jóvenes no nos damos cuenta de ello. Unimos el pasado –nuestro origen- al presente que  establece nuestra presencia en la vida. Después el aquí y ahora será un recuerdo, a veces nítido, otras tibio, con sabor agridulce.
Recostada sobre la baranda de la galería, contemplo el mar de un azul vibrante. Me retrotrae a otro mar, lejano…frio e impetuoso. Siempre agitado por un viento huracanado. El mismo que dejó su marca registrada en Santa Martina. Lugar que no me trajo paz y   nunca fui bien recibida.  En  esa época me torné incrédula, con una sombra imperceptible en la mirada denotando una tumultuosa serenidad.
Rondando en mi soledad
en lo oscuro te contemplo
Te imagino inmerso
en un paisaje azúl
al que Dios…Mahoma
o vaya a saber quien
pinceló con matices verdes
y flores rojas
Leo tu libro una vez más
Releerlo me lleva
a aquellos lugares comunes
a los que acudo cuando
en la distancia
 me salpican los recuerdos

Él me encendía. Me desvestía con la mirada y yo me enfurecía. Cuando no lo hacía…yo lo provocaba. Era  un juego de gatos. Un merodeo sensual vivido de a ratos.   Un leve roce, una mirada nos bastaba para perdernos en el deleite mutuo. No fue el tiempo que transcurrimos juntos sino la intensidad del mismo la que nos acercaba.  En esa época me sentía feliz. Ignoraba que la felicidad es apenas un estado de ánimo, un paliativo inventado por la razón para ayudarnos a apaciguar la angustia.
 Yo debía pagar por tanto goce. Por concebir la vida como un juego donde no hay triunfo sin derrota. Por pretenderme hacedora de mi destino impulsado desde el amor y el placer de estar viva. Me impuse el auto-exilio refugiándome en Santa Martina.
 Llegué una mañana de sol entre confusa y fugada. Enfrenté el desamor de mi madre y la mezquindad de mi hermano, quien años antes me dejara en la calle.  Aprendí a convivir con la desdicha. Un rictus de amargura se instaló en la comisura de mis labios. Nunca más se fue.
Los lugareños que cruzaba al pasar me clavaban su mirar huraño y malicioso. Me confirmaban en el gesto mi no pertenencia al lugar. Ellos tampoco eran de allí, solo que no lo sabían y actuaban como si fuesen dueños de esa tierra ficticia apodada <el paraíso de la costa>.
Era una utopía esconder mi sentimiento. Imposible huir de ello sin antes completar el estadio. El escarmiento no ayudó al olvido. Estaba a la deriva, presa en mis emociones.
Anoche soñé tu rostro
Moreno…intenso…
difuso en el tiempo
Deshilé con mi boca
cada hebra de misterio
Suave oscilar
en la maraña oscura
de tu pelo
El túnel de tus ojos
fue mi cáliz de deseos
Me arrastraron las ansias
Besos prohibidos
Lengua en la lengua
un mapa furtivo
Anoche, despierta,
Soñé contigo
No estoy segura si fue un sueño o una premonición enraizada en el deseo.  El presagio se confirmó al oír tu voz en el teléfono. Vendrías a buscarme. A rescatarme del marasmo en el que me encontraba gravitando. Como una vieja dama anquilosada, la angustia  me brotó a borbotones resbalando por mi rostro en hebras de agua y sal.
Llegaste en medio de la noche. Con la emoción en resguardo y el silencio por cómplice No hubo palabras. Solo  un abrazo estrecho. Respiramos acompasados en el vaivén infinito de nuestros cuerpos.  Impiadosos…voraces. No recuerdo si después bebimos whisky, ron o el té del fruto de la pasión. Suave…amorosamente nos adormecíamos ensimismados el uno en el otro. Tus manos ágiles hábilmente me hurgaban.
Por la mañana, aún en el ensueño, hicimos el amor, una y otra vez. El ángulo perfecto, el vértice exacto guiándonos en la vorágine del deseo.  Fue cuando dijiste <quiero que vuelvas. Que estés conmigo>.
Posteriormente nos vestimos. Salimos a la calle. Caminamos juntos amalgamados de tierra y salitre. Bordeamos La Rotonda del Pirata y entramos a tomar un café mientras aguardaríamos el micro que te llevaría al mundo real. Comencé a contarte la leyenda mito-realidad del lugar donde estábamos bebiendo el café de a sorbitos, como si al hacerlo detuviésemos ese momento inimitable de los dos para siempre.
─Llegaron a Santa Martina cuando esta era apenas un puñado de arena. Venían de todas partes cargados de esperanza. Dispuestos a olvidar. Y la  línea de desarraigo surcándoles la piel.
Los hermanos Juan Luis y Eduardo Iturralde heredaron de su tío abuelo setecientas hectáreas  de campo ubicadas en el solar del Partido de la Costa. A cuatrocientos kilómetros de Ciudad Grande.
Bautizaron al esbozo de villa balnearia Santa Martina. En memoria de la hermana que falleció a los trece años de difteria. Juan Luis se encantó tanto por el lugar que resolvió radicarse allí junto con Lucía, su esposa y Fermín, el primogénito de ambos. Construyó una casa de piedra frente a la playa, cerca del espigón que era frecuentado, de día y de noche, por los primeros pobladores.
Juan Luis trazó los planos de la futura comarca. Proyectaba con visión de futuro porque soñaba con que un día el embrión de aldea fuese famoso, y así fue, solo que junto con el progreso vendrían el infortunio para unos y la desdicha para otros.
A cien metros de la arcada de acceso al pueblo, la avenida principal era interrumpida por una parcela de tierra de forma circular. Juan Luis pensó en edificar allí el centro cultural. Los planes se modificaron cuando apareció un forastero que le ofreció una cuantía de dinero tres veces mayor que el valor real del terreno. La propuesta fue tan tentadora que no pudo menos que aceptar y trasladar su proyecto veinte cuadras abajo.
El comprador del terreno era un marinero griego. Con un halo de misterio, y  cierto aire mitológico -debido al origen- adjudicado por los demás habitantes que ellos mismos  enriquecían con fábulas. 
Orestes, ese era su nombre, era un hombre de pocas palabras, mirada enigmática y barriga abultada oculta debajo de un saco de tweed raído, donde se creía, que  escondía las más exóticas piedras preciosas y hasta algún lingote de oro.
El marinero planeaba construir en el lugar una hostería y restaurante. Para vigilar de cerca la obra montó una tienda de campaña, como las de la segunda guerra y se instaló en ella. Los rumores sobre él iban y venían en Santa Martina. Como viajaba cada diez días y regresaba con cajas, que apilaba en la tienda de campaña, se corrió el rumor que era un pirata asaltante de barcos  que se apropiaba  de todo lo que hubiese a bordo de estos. Para todos, el enigmático hombre era un verdadero bandido y por qué no decirlo, un posible asesino de los siete mares.
Cuando la hostería estuvo lista para la inauguración, Orestes colocó un farol en la entrada, debajo de este, sostenido por dos cadenas, pendía un cartel fileteado que anunciaba el nombre del local “El Rincón Marino”. A todo esto el lugar ya había sido bautizado por los lugareños como “La Rotonda del Pirata”. Así fue como fue conocido en todas partes y junto con el Bar del Gringo, alcanzaría fama internacional.
Interrumpí el relato y te miré. No me escuchabas. Vagabas en una estrella, lejos…lejano…
Entonces entendí.  Habíamos tomado distintos rumbos que nos alejaban en el acercamiento. Era el comienzo del fin. No fue a mí a quien viniste a buscar sino al amor idealizado, infructuosamente buscado en cada una de las mujeres que creías amar. Siempre fue así y continuaría siendo.
Una fisura desgarradora me atravesó en cuerpo y alma. Oculté  la descubierta de esa verdad.  Te dejé partir. El  último saludo prolongado.  Nada sería igual. A partir de ese día  el deseo y el desencanto serían enterrados en el mismo pozo de la desolación.
Apenas un recuerdo furtivo
Ocasión recóndita que en el descuido
la memoria guardó.
De él no nacieron hijos
ni creció el amor.
Dos cuerpos unidos
en la nada absurda
levitan en el vacío
lejanía que el tiempo trae
en la brisa color ilusión.
Ahora, como antes
No habrá después.
Almas erráticas
Musitarán el miedo
Mientras cobijan
el secreto de una tarde de sol.

        
                                                   Nora Ibarra
                                             Curitiba-Brasil. Julio 2015 

No hay comentarios:

Publicar un comentario